Como todo el mundo sabe, minimizar la probabilidad de consecuencias catastróficas en el clima del planeta conlleva limitar el calentamiento global a menos de 1.5°C – 2°C. Esto exige abatir emisiones de Gases de Efecto Invernadero (GEI) en 40% al 2030, para llegar a cero emisiones netas en 2050 (Cero Neto). Claramente, lo primero es ya imposible, y lo segundo se ve lejos de nuestro alcance, aunque que reconozcamos que hay señales positivas. Más de 8 mil empresas, y países desarrollados y emergentes que representan 90% del PIB global han establecido compromisos de Cero Neto (desde luego, México, no). Hoy, las energías solar y eólica representan más del 10% de la generación total de electricidad en el mundo, y el 75% de las nuevas inversiones en capacidad de generación eléctrica. Los vehículos eléctricos acumulan ya el 15% de las ventas totales de automotores, mientas que su autonomía se ha incrementado más de tres veces en sólo una década. La inversión global anual en tecnologías de transición climática se ha duplicado desde 2015, hasta llegar a más de un billón de dólares en la actualidad. Sin embargo, no es suficiente. El escenario tendencial es de 3°C de aumento en la temperatura hacia el final del siglo, algo catastrófico. Evitarlo implica, ni más ni menos, transformar la economía global, movilizar gigantescas inversiones, y hacer disponibles nuevas tecnologías en un marco de confiabilidad y competitividad. Conlleva disolver cuellos de botella y problemas de escasez en la oferta de minerales y materias primas estratégicas para la transición, como cobalto, grafito, litio, níquel, manganeso, cobre, y tierras raras, sabiendo que existe un rechazo político, social y ambiental creciente a nuevos proyectos mineros. Y es imperativo prever que la revolución económica y tecnológica traerá perdedores; esto es, ramas económicas, empresas y trabajadores de la vieja economía que verán sus mercados desvanecerse durante la transición, lo que ocurrirá, por ejemplo, con la minería de carbón, la industria de hidrocarburos, la ganadería de reses, y la industria de autopartes para vehículos de combustión interna. Se perderán muchos empleos e ingresos, y se trastocarán las formas de vida de numerosas comunidades, lo que se traducirá en resistencias políticas significativas.
Más aún; es preciso asegurar que las tecnologías de cero emisiones sean competitivas en términos de costo, para que la inversión privada fluya hacia ellas, se abran oportunidades para la competencia entre empresas y países, y se permita una creciente especialización y eficiencia a partir de ventajas comparativas. Obviamente, debe construirse un complejo contexto de política pública para generar los incentivos de mercado y los mecanismos necesarios de financiamiento para tecnologías con alta competitividad en la reducción de emisiones, esto es, bajo costo y alto potencial de abatimiento de GEI. Destacan la energía solar, conservación y restauración forestal, energía eólica, sistemas eficientes y cambios modales de transporte, eliminación de emisiones de metano en la industria de hidrocarburos, hidrógeno en industrias estratégicas (acero, cemento), energía nuclear, y vehículos eléctricos, entre otras, que debieran atraer grandes volúmenes de capital. Claramente, el sector público tiene la responsabilidad de coordinar estrategias de descarbonización por cada sector, y aplicar presupuestos mayores para ciencia y desarrollo tecnológico, así como incentivos fiscales y subsidios (en su caso). También, garantizar demanda futura y rentabilidad para actividades nacientes o en desarrollo, y economías de escala, y crear clusters de innovación, además de políticas industriales específicas, promover capital de riesgo, y orientar a los consumidores. Desde luego, todo ello, en el marco de mercados de carbono e impuestos a las emisiones de carbono (Carbon Tax), lo que, si bien dará el impulso definitivo a la innovación tecnológica y a la inversión, generará reacciones políticas adversas.
Igualmente importante es eliminar obstáculos regulatorios y de tramitología, facilitar transacciones de tierras para centrales eólicas y solares, líneas de transmisión eléctrica, y restauración de bosques. Serán necesarios extensos sistemas de recarga de vehículos eléctricos, nuevas redes eléctricas, y ductos para hidrógeno, y gestionar la descarbonización de empresas de hidrocarburos, al igual que grandes esfuerzos en educación en ingenierías y en capacitación técnica y reentrenamiento de trabajadores. Debe repensarse todo el sector eléctrico, así como el modelo de negocio de las grandes empresas eléctricas, ya que la generación distribuida (descentralizada, por ejemplo, solar) y con almacenamiento en baterías, las llevaría a la insolvencia. Es fundamental multiplicar por tres la inversión privada en energías limpias al 2030, y duplicar las líneas de transmisión a grandes distancias (con corriente directa) y distribución de electricidad, así como centrales de almacenamiento de energía en baterías para ofrecer flexibilidad al sistema, y resolver el problema de intermitencia. Lo anterior, ante un incremento histórico en electrificación y consumo de energía eléctrica, y de redesarrollo de energía nuclear. Por último, deben cambiar los criterios de remuneración a los generadores de energía, ya que las energías limpias tienen un costo marginal de cero, y sobre esta base, los precios serían tan bajos que las harían inviables.