El calentamiento global es una externalidad; esto es, la transferencia de un costo desde actores y actividades privadas a toda la colectividad humana y no humana presente y futura. Es una brutal falla de mercado, que impacta uno de los bienes públicos vitales del planeta: el clima. Los consumidores, empresas y gobiernos disfrutan de los beneficios generados por los combustibles fósiles, pero trasladan a otros sus consecuencias negativas. Es una falla que debe corregirse para evitar consecuencias colectivas catastróficas, internalizando el costo del calentamiento global en quienes lo provocan. El que contamine, que pague. ¿Cómo? Imponiendo un precio a las emisiones de CO2 que equivalga al costo ambiental y climático que generan, a través de un impuesto (Carbon Tax), o de un mercado de carbono. Esto hará que se reduzcan las emisiones en función de la magnitud del impuesto (o del precio de mercado del CO2), y que se desarrollen las mejores alternativas energéticas con la misma métrica. Un precio adecuado al CO2 es la solución preferida de los economistas liberales o neoclásicos para enfrentar el calentamiento global: sencilla, eficiente, transparente, elegante, y eficaz. Con un buen Carbon Tax los contaminadores reducen sus emisiones de acuerdo a la magnitud del impuesto, la recaudación resultante puede ser redistribuida entre los pobres (o en inversiones públicas en energías limpias), se obliga a empresas e inversionistas a llevar un registro minucioso de sus emisiones de CO2, y, a emprender las alternativas más baratas para minimizarlas. El costo para la sociedad se minimiza también. Se aceleraría la electrificación del parque vehicular, la generación de electricidad con energías limpias, la eliminación de las emisiones de metano en la industria petrolera, el desplazamiento y abandono de los combustibles fósiles, y la transformación tecnológica de la industria.
Actualmente existen en el mundo alrededor de 70 sistemas de precio a las emisiones de CO2, a través de un impuesto (Carbon Tax) o de un mercado de carbono. El mercado de carbono funciona como un impuesto si se establece un tope máximo de emisiones en un país y se comercia con los bonos, certificados o créditos de carbono correspondientes y proporcionales entregados a cada actor, industria o actividad. Los resultados son similares. Todo ello existe en China, Europa y algunos estados de los Estados Unidos. Desgraciadamente, pocos gobiernos o políticos se aventuran a establecer un Carbon Tax o un mercado de carbono, y muy pocos ciudadanos están dispuestos a pagarlo. La oposición política a esta idea es muy considerable. Casi nadie quiere más impuestos. Por tanto, también, generalmente, los gobiernos diseñan su Carbon Tax o un mercado de carbono en formas bastante tibias, a niveles muy bajos o con topes o precios muy reducidos a las emisiones de CO2, lo cual tiene efectos insuficientes en las reducciones de emisiones. De hecho, los precios o impuestos al CO2 observados hasta ahora, se estima, son apenas de la quinta o cuarte parte de lo que sería necesaria para cumplir con los objetivos del Acuerdo de París en materia de cambio climático para el 2030. La real-politik, y las verdaderas preferencias, cultura e inclinaciones de los ciudadanos arrollan a los intereses climáticos del planeta. Mientras eso se mantenga, es difícil ser optimista sobre la lucha contra el calentamiento global.
Una objeción atendible en contra del Carbon Tax o del mercado de carbono son sus posibles consecuencias regresivas, es decir, conllevan un aumento en los precios de los combustibles, lo que afecta a quienes destinan una mayor proporción de su ingreso al pago de energéticos fósiles. Se argumenta también que un precio al CO2 puede inducir a empresas industriales a relocalizarse en otros países. (Aunque la evidencia existente apunta a que no hay ningún efecto del Carbon Tax o del mercado de carbono sobre el crecimiento económico y el empleo).
En cualquier circunstancia, para hacer viable un Carbon Tax o un verdadero mercado de carbono, serían indispensables dos condiciones. La primera, es introducirlo en el marco de una reforma fiscal ecológica, en donde los nuevos impuestos o precios a las emisiones de carbono se acompañen de una disminución en el Impuesto sobre la Renta a empresas y trabajadores. Creo que todos los que pagamos impuestos preferiríamos una gasolina más cara y un menor ISR (¿o no?). Ahora, dado que la mayor parte de la población (casi 60%) está en la economía informal, sería necesario un mecanismo de reciclaje de la recaudación por el Carbon Tax para regresarlo total o parcialmente a las familias más pobres, con lo cual saldrían ganando. En ambos escenarios, el Carbon Tax no sólo reduciría eficazmente las emisiones de CO2, sino que fortalecería la competitividad de la economía al disminuir el ISR a empresas y trabajadores, y mejoraría la distribución del ingreso al reciclarlo a las familias de escasos recursos.