Casi todos quieren, en principio, salvar al mundo del calentamiento global. De hecho, una mayoría piensa que es una amenaza existencial. Pero nadie quiere pagar por ello. Nadie acepta renunciar a camionetas monstruosas (y de pésimo gusto), que, aunque sean híbridas o eléctricas, consumen cantidades gigantescas de recursos y plantean graves riesgos climáticos y ambientales. Tampoco, nadie quiere reducir su consumo de carne de res, cuya producción representa casi el 20% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero, y contribuye masivamente a la deforestación. Nadie, está dispuesto a pagar más por la gasolina – a través de un Carbon Tax – y, al contrario, políticos de toda laya buscan y prometen más subsidios y precios bajos (“no a los gasolinazos”), lo cual retrasa la electrificación, y es un incentivo perverso para favorecer el uso de combustibles fósiles en el transporte automotor. Se subsidian empresas petroleras estatales, como en México, donde el gobierno despilfarra más de 20 mil millones de dólares en una nueva refinería, que nunca será amortizada, ante el aplauso y aquiescencia de la población. Los populistas recortan impuestos a los combustibles fósiles o aumentan los subsidios. En el mundo, los gobiernos prodigan anualmente subsidios por más de 400 mil millones de dólares a los combustibles fósiles. En México, el gobierno del presidente López ha entregado “incentivos”, apoyos y subsidios por casi 2 billones de pesos a PEMEX y al IEPS a las gasolinas. Los populistas saben que la ciudadanía quiere gasolinas baratas. Gobiernos inducen la deforestación, prodigando subvenciones a ganaderos y agricultores – que representan un poderoso lobby y grupo de interés – quienes destruyen bosques y selvas para ampliar la frontera agropecuaria, lo que contribuye fuertemente a las emisiones de CO2, elimina capacidades de su captura en ecosistemas forestales, y extermina la biodiversidad; también se oponen a la creación de nuevas Áreas Naturales Protegidas. Gobiernos, como el de México, promueven la generación de electricidad con combustibles fósiles, y bloquean proyectos y centrales privadas de energía limpia, para favorecer a empresas estatales (CFE). Otros, cancelan plantas nucleares por razones ideológicas, como hizo el gobierno de Merkel en Alemania, aunque esto haya implicado entregar a Rusia la soberanía energética alemana, y aumentar la generación eléctrica con carbón. Vecinos impugnan proyectos de vivienda vertical y de densificación de las ciudades, algo esencial para reducir su huella ecológica y las emisiones per cápita de CO2.
Igualmente, gobiernos pugnan por aumentar la producción de hidrocarburos, con el fin de maximizar sus ingresos por renta petrolera. En Estados Unidos, una lunática extrema derecha republicana milita en contra y denuesta a los autos eléctricos al considerar que son una trampa para destruir la industria automotriz norteamericana y favorecer a los fabricantes chinos de baterías. En muchos otros países, se ve a la acción climática como una coartada para imponer una mayor intervención gubernamental en la economía, y como atropello a las libertades individuales. Gran Bretaña ha retrasado por cinco años la prohibición de vehículos de combustión interna, mientras Alemania trata de bloquear la fijación de fechas perentorias para la electrificación total de los autos nuevos. También, por descontento social, ha pospuesto la instalación general de sistemas de bombas de calor en casas habitación y edificios para sustituir a la calefacción a base de combustibles fósiles. En Francia, miles de manifestantes (Gilets jaunes) pusieron en jaque al gobierno de Macron por haber introducido impuestos al CO2 en la gasolina. Todo el mundo quiere que alguien más pague por la acción climática. Los viejos no están dispuestos a asumir la responsabilidad, ya que los beneficios serán a largo plazo, después de que ellos mueran. Sindicalistas se oponen a la acción climática porque implicará una profunda reconversión tecnológica y creen que dejará a muchos de ellos sin empleo. La derecha extrema, en casi en todo el mundo, desestima y niega irracionalmente el calentamiento global. El populismo agrava este rechazo, y argumenta que a los ambientalistas no les interesa la suerte de los trabajadores ni de los automovilistas comunes y corrientes, y que quieren empobrecer a la gente con políticas climáticas y ambientales que implican mayores costos para todos. La derecha extrema desestima la ciencia del clima, y presta crédito a charlatanes que niegan el calentamiento global. Con ello nutre la polarización social y el resentimiento, y confronta a las clases populares contra ambientalistas y élites científicas y económicas. Los populistas también juegan una astuta carta nacionalista, aduciendo que su país contribuye con un porcentaje muy pequeño de las emisiones totales (como el gobierno mexicano), y que por tanto no debe actuar. En los países en vías de desarrollo, los demagogos recurren al chantaje, y exigen pagos, indemnizaciones, donativos y financiamiento de los países industrializados para emprender políticas climáticas relevantes. No saben, o no quieren saber, que la energía limpia (solar, eólica, nuclear, geotérmica) es un factor crucial de soberanía energética. ¿Cómo abordar semejantes contradicciones?