Es lugar común decir que la minería es un sector económico estratégico para México; de hecho, nuestro país es una potencia minera. Esta actividad representa casi el 9% del PIB industrial y 2.5% del PIB nacional; exporta 18 mil MDD anuales; emplea a más de 330 mil personas; y le reporta ingresos al fisco por más de 73 mil MDP al año. Menos común es reconocer que la minería juega un papel crucial en la transición energética y en la lucha contra el cambio climático, al ofrecer metales claves para redes eléctricas inteligentes, turbinas eólicas, paneles solares, autos eléctricos, inversores, baterías, y un sin número de equipos y dispositivos electrónicos. Buenos ejemplos son el cobalto, manganeso, grafito, níquel, cobre y tierras raras. Desde otro punto de vista, día con día se expande la inquietud por la transferencia de actividades mineras de la tierra al mar, dadas las crecientes restricciones técnicas, ambientales, sociales y políticas que enfrentan en el continente; a pesar de que la minería submarina implica graves consecuencias ecológicas. Los cuestionamientos y conflictos se multiplican para la minería terrestre. Consideremos que la minería es altamente compleja, y de escalas formidables. Implica enormes tajos y excavaciones en minas a cielo abierto, procesos de extracción del mineral por medios mecánicos; separación de las rocas mineralizadas; trituración, lixiviación o flotación, concentración con cianuración o ácido sulfúrico en pilas; depósito de jales (residuos) en presas; y, procesos industriales de beneficio. Todo ello significa problemas ambientales serios de desechos y jales; alteración del paisaje, suelos, vegetación y biodiversidad; efluentes y lixiviados ácidos; consumo y contaminación del agua; contaminación atmosférica por gases y partículas; alteración de cauces y cuencas hidrológicas; riesgos potencialmente catastróficos por ruptura y colapso de presas de jales; uso de energía y cambio climático; y cierre de minas y legados de sitios contaminados a largo plazo. La minería ha sido considerada en México preferente sobre cualquier otro tipo de actividad, con expropiación casi automática de terrenos, sin necesidad de acuerdos o contratos con los propietarios, y con concesiones a largo plazo sin concurso o licitación. También, con una regulación ambiental insuficiente. Se ha creado así una justificable coalición de opositores a la minería, en organizaciones sociales y en comunidades rurales, que han logrado ahora que el gobierno proponga una copiosa iniciativa de reformas legales.
Desgraciadamente, la iniciativa de marras pierde la oportunidad de resolver los dilemas y problemas de la minería en México, y de hacerla competitiva, sostenible, y socialmente rentable. Más bien filtra una obsesión ideológica por reprimir a la industria minera, y no oculta la pretensión de dejarla sólo en manos del gobierno, o de empresas paraestatales. Además de estar envuelta en la tradicional verborrea retórica y doctrinaria del régimen, la iniciativa se desdobla a través de disposiciones excesivas en diversas leyes que de plano paralizarían a la inversión minera; significarían un tiro en el pie para la economía nacional y destruirían la certidumbre jurídica. Entre ellas, destacan la reducción del periodo de concesiones de 50 a 15 años; algo absurdo, ya que el desarrollo de un proyecto minero, desde la exploración a la explotación y beneficio, puede tomar más de 10 años. También, el que las concesiones de agua – indispensables para la vigencia de la propia concesión minera – sólo tendrían duración de 5 años. Otra más, es que las concesiones mineras se expedirán por un solo mineral, cuando que los minerales se presentan y se explotan de manera conjunta. Igual de mortífero para cualquier proyecto minero será la revocación de concesiones por motivos políticos vagos y discrecionales (“por contravenir al interés público”).
Sin embargo, es justo advertir que la iniciativa contiene disposiciones necesarias y atendibles. Por ejemplo, el contrato obligado entre empresas mineras concesionarias y los propietarios de la tierra para el reparto de beneficios, así como el concurso público por las propias concesiones, al igual que la existencia de concesiones específicas de aguas para minería. Otro elemento positivo es la prohibición de concesiones mineras dentro de Áreas Naturales Protegidas, y la regulación de la disposición final de residuos mineros y metalúrgicos, con la idea de proteger cauces y cuerpos de agua. Adicionalmente, obliga a la garantía de empresas mineras contra posibles daños ambientales, y la presentación de programas de restauración, cierre, y post-cierre de minas. La iniciativa también prohíbe la minería en los mares de la Zona Económica Exclusiva (territorial y patrimonial), lo cual, de todas formas, ya ha ocurrido, con los decretos de Áreas Naturales Protegidas sobre el mar profundo en el Pacífico y en el Caribe expedidos por el presidente Peña. Si bien, esto es un imperativo ambiental, en el contexto sofocante de la iniciativa, se arroja una lápida final sobre la minería. Claramente, la iniciativa es potencialmente valiosa, pero debe depurarse, de lo contrario es inaceptable (aunque Morena, con su mayoría, es capaz de aprobarla en sus términos).